Opinión

Dos presidentes y ninguno

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Astillero | Julio Hernández López
La Jornada

Está todo listo para que hoy Andrés Manuel López Obrador (AMLO) sea declarado de manera formal como presidente de los Estados Unidos Mexicanos. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) despachó en la víspera los asuntos pendientes y dejó el camino despejado para entregar esa constancia que de manera legal reconoce una realidad actuante y vibrante: la condición virtualmente presidencial del político tabasqueño que, a menos de 48 horas de haber recibido una copiosa votación a su favor y de su partido (el uno de julio), ya estaba reunido con el saliente, Enrique Peña Nieto, en Palacio Nacional (el 3 de julio, por la mañana) y que, desde entonces, ha mantenido una intensa actividad diaria, ocupando a plenitud un foro del que gozosamente casi ha desaparecido el mencionado Peña Nieto, quien antes de las elecciones concentraba la emisión popular de rayos y centellas y, ahora, es una especie de altísimo burócrata en espera de cerrar su ciclo laboral y pasar a un apacible retiro.

2.- Nunca en la historia moderna del presidencialismo se había vivido, entre miembros de distintos partidos, una transferencia de poder tan peculiar: el priísta Peña Nieto ha cedido casi por completo la plaza (lo que no hizo con su presunto candidato a la sucesión, José Antonio Meade, a quien rodeó de mandos partidistas y de campaña que obedecían a Los Pinos, y sujetó al abanderado “externo” a los rituales y retórica contraproducentes del priísmo más repudiado) y el morenista López Obrador ha asumido un poder de facto que, siendo así, no tiene efectos vinculantes (es decir, que obliguen a su cumplimiento). Aunque no es ni puede ser de esa manera, pareciera que en México ha habido dos ocupantes del Poder Ejecutivo federal, el mexiquense en modo omiso (o modo avión: “encendido”, pero sin ejercer las funciones importantes) y el tabasqueño en modo hiperactivo. Pero, al mismo tiempo, pareciera que en México no ha habido presidentes en este lapso prolongado que va de las elecciones a la toma de posesión: el mexiquense ha estado en abierta fuga de responsabilidades, plenamente dispuesto a hacer lo que su sustituto programado le pida o proponga, deseoso ya de irse a casa a disfrutar lo que le sea posible; el tabasqueño ha movido y removido la parte de cielo y tierra que le ha quedado al alcance, pero sin ejercer más poder que el de la agitación mediática y la preparación de ánimos.

3.- El aparente interregno (se usa este término para denominar el “espacio de tiempo en que un Estado no tiene soberano”, según la Real Academia Española) ha permitido a López Obrador practicar una valiosa tarea exploratoria de corte multidisciplinario. Le ha permitido airear las verdaderas capacidades de sus propuestas para integrar el gabinete presidencial y le ha dado oportunidad de modelar e incluso retorcer algunas de sus propuestas de campaña, para acomodarlas a su nueva realidad en tránsito, de candidato a gobernante. En el caso del gabinete, incluso realizó un cambio de primer nivel, al optar por Marcelo Ebrard para secretario de Relaciones Exteriores y no por el diplomático originalmente propuesto, Héctor Vasconcelos. Le queda a AMLO la oportunidad de hacer otros ajustes: Olga Sánchez Cordero, por ejemplo, podría encontrar más satisfacción en la actividad senatorial que en la Secretaría de Gobernación, que requiere un perfil distinto del de la experiencia exclusivamente judicial.

4.- Este lapso pleno de situaciones inéditas le ha permitido a AMLO ir restando filo a sus propuestas de campaña más comprometedoras. Todo se ha ido amoldando a las nuevas circunstancias, ya no de oposición, sino de poder. Ejecutante virtuoso de lo escénico, López Obrador mantiene la atención del respetable público en los detalles circunstanciales y anecdóticos, mientras va procesando su nueva realidad, sus fortalezas y debilidades, lo que puede intentar hacer y lo que, definitivamente, no será alcanzable.

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