Contratiempo | Ana Francisca Vega
El Universal
Los análisis que en los últimos años ha hecho la Auditoría Superior de la Federación de la cuenta pública son contundentes. Su trabajo ha sido, en buena medida, la materia prima de algunos de los trabajos periodísticos más completos y documentados sobre corrupción en México. Pero no pensemos en corrupción en genérico. Los mexicanos la vivimos todos los días. Corrupción en México ha significado niños a los que, en vez de tratamientos de quimioterapia, se les ha puesto solución salina; mujeres a las que nunca se les detectó cáncer de mama a tiempo porque el aparato para hacerlo no operaba en un hospital que se inauguró, pero que jamás funcionó; jóvenes que tuvieron la “mala suerte” de estar en el lugar y hora incorrectas y que hoy están en la cárcel porque “a alguien había que culpar”. Son Juan Mena padre y Juan Mena hijo, muertos en el socavón del Paso Exprés en Cuernavaca, son los niños de la guardería ABC, los periodistas asesinados y los miles de víctimas que hemos acumulado en el país.
Evidencia hay de sobra. Organizaciones, medios de comunicación y ciudadanos han servido de Ministerios Públicos durante años. Hay libros publicados, pruebas, testigos, evidencia pura y dura sobre algunos de los casos de corrupción más oprobiosos.
“Se llenarían las cárceles si los perseguimos”, dice el presidente electo. ¡Qué bueno! En una de esas, dejamos salir a las personas encerradas injustamente o por delitos menores y el Poder Judicial hace su trabajo y metemos a la cárcel a aquellos que cometieron alguna ilegalidad en beneficio propio o de su proyecto político.
“No podemos perder tiempo con eso”, dicen algunos de sus seguidores. “Hay mucho por hacer, sería distraernos demasiado”, “le haríamos más daño al país que beneficios”, “sería conspirar contra la estabilidad política del país”, “empantanarnos”, ha dicho el propio López Obrador. El argumento no podría ser más equivocado. De entrada, porque la sociedad civil organizada, medios de comunicación y ciudadanos de a pie llevan ya años dando esa batalla. No aprovechar esos avances —lo que se ha invertido, lo que se ha logrado— no tiene otro nombre que retroceso. Abandonarlos nos deja solos frente a una sola certeza: la repetición. No habría mayor daño que ese.
Si la corrupción está en todos lados, como afirma el presidente electo, lo único que nos permitirá terminar con ella es acabar con las condiciones que la han pemitido durante décadas, y eso no lo puede hacer nadie en lo individual, ni por decreto, ni con toda la voluntad y la buena intención del mundo. Simplemente no pasa. Así no es. No hay un “a partir de ahora no habrá corrupción”. Para cambiar el sistema corrupto hay que cambiarlo efectivamente, no solo enunciar que queremos hacerlo. De simulaciones en este país ya hemos tenido suficientes.
Hay temas, muchos, que el próximo Ejecutivo tendrá que decidir. Para eso fue electo, ese es su mandato. Habrá otros para los que decidirá hacer consultas públicas, pero el combate a la corrupción no debe ser uno de ellos. Otra vez: es cuestión de leyes y de batallas ganadas que no debieran pasar por una decisión ejecutiva. Decidir “perdonar” a los corruptos no está dentro de las atribuciones presidenciales. Ni aunque decida ponerlo a consulta. Ahí no vale decidir por nosotros. “Con todo respeto” —como le gusta decir al presidente electo— es la ley.