Opinión

La cubierta de chocolate de AMLO

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Ignacio Morales Lechuga | Notario público y ex procurador general de la república
El Universal

Una larga cadena de desatinos verbales salidos de la cocina del presidente electo –más parecidos al conocido botepronto de un líder social opositor que a la indispensable reflexión de un inminente jefe del ejecutivo federal– podrían estar adelgazando la cubierta de chocolate que inauguró la etapa de transición.

Si en tales reacciones descuidadas ya no se advierten amor y paz, el sabor ocre y amargo del resultante postre transicional no parece estar siendo tan digerible para quienes ocupan lugares importantes en la mesa de los inversionistas nacionales y extranjeros.

¿Toca al Presidente electo y a su equipo seguir aplicando nuevos raseros que dividan o buscar acuerdos que reconcilien al país con la preservación de equilibrios básicos y le permitan la búsqueda válida de un mejor futuro? Si la intemperancia es el platillo previo a diciembre ¿cómo serán la entrada y el plato fuerte a partir del día uno del nuevo gobierno federal?

Del uso descuidado del término “bancarrota” a la inculpación anticipada al banco central (más lo que se acumule en dos meses) la expectativa aumenta. De la prensa “fifí”, al anuncio de una reforma educativa de la cual “no quedará ni una coma” aflora también la soberbia.

Con más de 30 millones de votos y legitimidad electoral a toda prueba, AMLO se alzó con la enorme victoria de julio. Pero esa verdad tiene una contraparte: casi 60 millones de electores votaron por un candidato distinto a él, o no votaron por ninguno. Muchos pertenecen a segmentos que han carecido de voz organizada y de presencia mediática, pero otros reorganizan la suya y habrán de reflejarla también en espacios de opinión pública, en redes, desde agrupaciones civiles, en la academia y en los medios. Y más vale que así sea.

Es tarde –o demasiado pronto, según se vean los escenarios 2018 a 2024- para que se extienda el temor, la inseguridad y el nerviosismo entre inversionistas nacionales y extranjeros y se acelere el flujo de capitales hacia mercados más seguros del extranjero. También el desencanto de las franjas duras del morenismo que exigen sotovoce al líder que cumpla sus ofertas de campaña como se recita un catecismo, ahí sí, sin cambiar una sola coma.

Con un país tan necesitado de crecimiento, trabajo, inversión, como parte de un gran esfuerzo de pacificación y reconciliación nacional y de fortalecimiento y reinvención incluso de una economía social, sorprende el tono ríspido y la inoportunidad de algunos mensajes presidenciales del ganador de julio.

La retracción de capitales como reacción casi inmediata no parece aun incontrolable, pero se han dado sus primeros saldos en un sector terriblemente sensible a la incerteza, como es el mercado inmobiliario, que empieza a abundar en la oferta de inmuebles de valor elevado.

Ese sector no necesita –para enconcharse— sino de interpretar y anticipar amenazas desde el poder, o detectar dudas fundadas en el manejo de las finanzas públicas para escoger otros derroteros y proteger su capital. Unas cuantas frases de solo crítica contra todo aquello que represente continuidad o anticipe una ruptura profunda de todo el statu quo y no el ajuste de sus partes institucionales más descompuestas, se comunica a toda velocidad.

Una cosa es proponerse transformar la vida pública para corregir sus enormes pasivos institucionales e insuficiencias y otra pretender refundar al país o cambiarlo todo derrumbando lo que esté al paso en un incierto rumbo que desprecia la economía, la técnica y las formas. El pejismo activo habla de corridito cuando menciona los fines, pero aun tartamudea y no aprende a convencer cuando habla sobre los medios para lograrlos.

Si AMLO expresa frases que no matiza, sino más bien las dramatiza, seguirá extendiéndose ese efecto. La mayoría de quienes no lo apoyaron pero tampoco militan contra él desean que encabece y dirija a un buen gobierno, uno que destierre la corrupción rampante, la insolente violencia criminal y entronice y reivindique principios básicos de justicia social y de fortalecimiento de las instituciones del estado tan maltrechas en la versión ya vivida del neoliberalismo mexicano.

El conjunto de los altos mandos administrativos entrantes debería asumir que todas las referencias a programas y acciones del nuevo gobierno no se satisfacen con solo anunciarlas, sino admitir que despiertan el deseo de saber más. ¿Cómo se va a lograr, por ejemplo, la reubicación de dependencias y secretarías de estado? Nadie del equipo entrante avanza en las respuestas: si los trabajadores de base no se van a tocar, pero los de confianza sí ¿estamos ante secretarios que tendrán que despachar y dar órdenes a sus colaboradores a mil kilómetros de distancia? ¿cómo se logrará la eficiencia administrativa y se abordará la problemática de la migración burocrática?

El Presidente con más poder en los últimos 24 años y el que cabalgó a lomos de la oferta de cambio, seguirá siendo el que más preguntas enfrente. Sin contrapesos de opinión, sin respuestas que den certeza a la construcción de las acciones de gobierno será difícil ahuyentar la soberbia y el absolutismo, hasta llegar incluso a una regresión de las libertades, con cada vez más abierta indiferencia o violación de derechos humanos.

Si al ejercicio de reflexión y de crítica sobre el futuro gobierno se responde con descalificaciones, le irá mal a México. Del ejercicio del poder absoluto surge la corrupción absoluta y la desviación absoluta de los fines y los medios. La historia así lo enseña.

La tersura inicial de la transición no debería anular el planteamiento respetuoso de las principales preguntas inherentes a las acciones de gobierno. Es en las respuestas y precisiones sobre el alcance, organización e impacto presupuestario de lo ofrecido –y hasta en el redimensionamiento de algunas propuestas en función de no descarrilar de entrada las finanzas públicas– donde se juega el resto de la transición. Esta ya es la hora de las responsabilidades.

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