Razones | Jorge Fernández Menéndez
Excelsior
En alguno de los debates, López Obrador dijo que la mejor política exterior era la política interior. En algún sentido puede ser verdad, pero en realidad el próximo mandatario debe asumir que tiene una responsabilidad enorme, por lo menos, en nuestra región del mundo, y que de acuerdo en cómo actúe definirá en buena medida el curso de la geopolítica latinoamericana.
Mientras el régimen de Maduro en Venezuela se derrumba irremediablemente y ya ha llegado a la etapa de crear sus propios atentados para justificar la represión y cuando en Nicaragua la dictadura de Daniel Ortega lleva más de 400 muertos tratando de acabar con las movilizaciones de la oposición, el triunfo de López Obrador ha sido tomado con mucho optimismo por la comunidad internacional. La imagen del próximo gobierno es buena en Estados Unidos (entre republicanos y en el gobierno de Trump, pero también entre los demócratas) y en la liberal Canadá.
En España, pese a las dudas preelectorales, se generó una visión muy optimista y quien lo dude tendrá que leer el texto de José Luis Cebrián (un periodista muy influyente en el PSOE y en la izquierda europea) de este fin de semana en El País, donde coloca a López Obrador como la esperanza progresista de México y la región.
Una región donde el domingo asumirá el gobierno de Colombia, Iván Duque, con el desafío del millón de refugiados que han llegado en apenas unos meses de una Venezuela que ha tomado a su vecino como su principal adversario, en buena medida porque el régimen de Maduro se sostiene de los recursos del narcotráfico que se mueven desde territorio colombiano y que ha sentado sus reales en el propio Ejército venezolano.
Una región donde en octubre habrá elecciones en Brasil, en las cuales se tendrá que elegir entre un candidato impresentable, neofascista, Jair Bolsonaro, y Luiz Inácio Lula Da Silva, el popular expresidente de izquierda, actualmente preso, acusado de corrupción. Nadie sabe si Lula se podrá presentar a las elecciones, pero es, sin duda, el único que le podría ganar a Bolsonaro (si la justicia electoral le impide a Lula presentarse el candidato podría ser uno de los jefes de su equipo de defensa, el exalcalde de Sao Paulo,
Fernando Haddad). Si el PT logra recuperar el gobierno, México y Brasil podrían presentar una opción progresista que podría cambiar la tendencia política en toda la región, más allá de los tradicionales enfrentamientos geopolíticos entre los dos países.
El desafío está en que ni uno ni otro, pero en este caso la clave está en México, caigan en la farsa de los aliados impresentables. Si López Obrador y su futuro canciller, Marcelo Ebrard, han sido bien recibidos en Estados Unidos, Canadá, Francia o España es porque, hasta ahora, han logrado disipar el temor de que Andrés Manuel sería un nuevo Chávez, pero para eso, más temprano que tarde, deberá deslindarse de compañeros de ruta que son un lastre impresentable, como Ortega y Maduro.
Sobre esos regímenes no se ha pronunciado, hasta ahora, López Obrador. En los debates ha dicho que aplicará la Doctrina Estrada que se basa en no involucrarse en los asuntos de terceros países. En realidad es una excusa: México tiene una larga historia de condenar o apoyar causas internacionales importantes que han dejado muy atrás la Doctrina Estrada.
México rompió relaciones con Chile tras el golpe de Salvador Allende, intervino en la guerra civil en El Salvador, ofreció refugio a todos los perseguidos de las dictaduras centro y sudamericanas, estuvo al borde del conflicto militar con Guatemala por ello, intervino, claramente, en la crisis de Haití y en Nicaragua tuvo un papel tan relevante (diplomático, político e incluso como apoyo material) en el derrocamiento del régimen de Somoza, que en ese país se conocía al embajador mexicano Augusto Gómez Villanueva como “el décimo comandante” (el FSLN, antes que Ortega se desembarazara de una u otra forma de todos los demás, tenía nueve comandantes).
No hay diferencia en lo que ocurría en Nicaragua a fines de los años 70 con el somocismo respecto a lo que está haciendo Ortega en la actualidad. La única diferencia significativa la ha señalado uno de aquellos nueve líderes de entonces, el escritor Sergio Ramírez y es que la caída del somocismo se basó en el componente militar: una guerrilla convertida en agente liberador, en esta ocasión son las masas, la sociedad la que se está movilizando a un costo terrible de vidas contra el régimen.
Poner distancia, diferenciarse de esos regímenes no es un tema menor. Porque a veces la política exterior es también la mejor política interior.
Hablando de política exterior. López Obrador volvió a decir en la importante reunión que mantuvo ayer con ingenieros que se tratará de establecer licitaciones y contratos internacionales con empresas de países que no sean corruptos.
Habló de Noruega o Dinamarca, como ejemplos, sin duda, válidos, pero es obvio que de ellos no vendrán grandes inversionistas. La pregunta es si ello implicará, por ejemplo, dejar fuera a China, a quienes muchos, comenzando por Trump, consideran un régimen permeado por la corrupción.