Nudo Gordiano | Yuriria Sierra
Excelsior
La transformación del PRI debe ser del tamaño de la derrota, dijo René Juárez al momento de anunciar que deja la presidencia nacional del partido. Dicho sin poesía: la transformación del tricolor debe ser monumental, como esos eventos a los que se acostumbró a lo largo de sus años en el poder, cuando se cimbraba el piso por la multitud de sus militantes, cuando las decisiones corrían como eco y cerraban filas de inmediato.
Eso que el PRI ya no es, porque aunque preserve ese talento para la organización, para la convocatoria de sus militantes más fieles, ese poder hoy se observa opaco, casi sin significado: “El poder y sus instituciones nos han acompañado desde hace tanto tiempo y los poderosos han estado tan protegidos por barreras casi inquebrantables, que estamos acostumbrados a imaginar nuestras opciones sobre qué hacer, qué aceptar y qué cuestionar dentro de esas restricciones históricas…”, escribe Moisés Naim en el El Fin del poder (Debate, 2014). Pero el poder dejó de ser inquebrantable, el PRI no lo supo, sino hasta el pasado 1 de julio.
Ese partido que se levantó de una primera salida de Los Pinos que duró doce años, tras setenta y uno de haberlo habitado, y que regresó, dijo entonces, “renovado”, para recibir un golpe aún mayor al del año 2000, porque su renovación fue en varios sentidos una mera simulación. El PRI perdió todo, no ganó ninguna de las nueve gubernaturas que se votaron; perdió, incluso, en sus bastiones más añejos: ni siquiera Atlacomulco le guardó lealtad.
En el próximo Congreso, el Revolucionario Institucional no será primera fuerza, ese rol lo tendrá Morena. El PRI se convirtió en tercera fuerza. Hablar de un escenario distinto es autoengaño. La derrota del PRI es innegable.
“Por distintas razones, la delincuencia y el crimen organizado han crecido y trastocado el tejido social de comunidades, ciudades y regiones…”, palabras de autocrítica que le escuchamos a Enrique Peña Nieto la tarde de este lunes. Una autocrítica que no estuvo presente en los últimos cinco años y que, no es descubrir el hilo negro, tanta falta hubieran hecho esos “mea culpas” para la campaña de José Antonio Meade, quien tuvo que cargar con todo el desprestigio del PRI y de esta administración en sus espaldas de todas las culpas acumuladas durante más de 76 años al mando, y un mando en el que muchos (no todos, pero sí muchos) no supieron estar a la altura ética de esa responsabilidad.
El PRI, ahora en manos de Claudia Ruiz Massieu, tendrá que reconstruirse a la velocidad de la luz, porque no sólo es limpiar el camino tras la derrota, es también ir en busca de su lugar en una oposición que luce desdibujada y que es necesaria rumbo a un Congreso ganado en carro completo en favor de López Obrador. El papel de la oposición será clave en el próximo sexenio, porque sin contrapesos poca salud se le augura a nuestra democracia.
El PRI debe comenzar por aceptar que ellos, involuntariamente, contribuyeron a la victoria de AMLO el pasado 1 de julio: si el abuso y la impunidad no han encontraron castigo en los juzgados, buena parte de quienes votaron por López Obrador decidieron dárselo en las urnas. En El fin del poder, Naim concluye que éste es tan difícil de ejercer y tan fácil de perder. Y ésta deberá ser lección para todos los partidos, incluyendo al que hoy se prepara para gobernar.
ADDENDUM. “Tengo el compromiso de hablar con él (con José Antonio Meade), el día de la elección que hablamos por teléfono, quedamos en que íbamos a platicar…”, respondió AMLO a reporteros cuando lo cuestionaron sobre la posible nominación del exsecretario de Hacienda para ocupar el Banco de México. Sería no sólo un acierto, por el significado político que esto tendría (además de ese reconocimiento a su trayectoria); por encima de todo, sería una gran noticia para la economía nacional. Meade fue el garante de que México lograra sortear los golpes que recibieron economías poderosísimas en la última década (por ejemplo, esos que recibió EU en 2008). Que Meade despache en una dependencia autónoma como Banxico, daría también certidumbre a los mercados que, a pesar del comportamiento del dólar en las últimas semanas, aún están temerosos del 1 diciembre.